RECORDANDO LO INOLVIDABLE

TLATELOLCO 2 DE OCTUBRE DEL 68

RECORDANDO LO INOLVIDABLE CINCUENTA AÑOS DESPUÉS

Dos de octubre, fecha que marca un cambio brusco en la concientización del pueblo de México. El precio (cobrado cobardemente por el Gobierno), fue muy alto: pero en esa cruel etapa se concientizó una parte considerable de la población, un servidor incluido. Después de 50 años, aún están vivas y lacerantes las terribles escenas de que fui testigo esa fatídica noche.


La premeditada y brutal “Matanza” de Tlatelolco, fue la respuesta del gobierno de Gustavo Díaz Ordaz a la petición estudiantil de un “Diálogo” y castigo a los jefes del cuerpo de granaderos, (Cerecero) y de la policía de la ciudad (General Cueto), por los terribles atropellos, detenidos, heridos y casi 32 muertos, en los asaltos de planteles educativos como la Preparatoria No 1, donde militares derribaron utilizando una Bazuca anti-tanques, una enorme puerta de gran valor artístico, que al caer, mató e hirió a varios estudiantes.


Un destacamento militar, llegó la noche anterior en autobuses particulares y se mantuvo escondido en el edificio de “la Secretaría de Relaciones Exteriores” que se encontraba en la parte sur de la plaza de Tlatelolco; En la plaza se estaban concentrando estudiantes y trabajadores de diferentes sindicatos y simpatizantes del movimiento estudiantil, que para entonces contaba con cientos de miles para iniciar una manifestación hacia la “Normal”. El orador en turno, comunicó, sería conveniente no salir a las calles, porque les notificaron estaban custodiadas por soldados con armamento intimidante, incluso con tanques. La parte oriente y las partes medias del norte y el sur de la plaza, ya se encontraban rodeadas por granaderos, judiciales y policías, un helicóptero militar lanzó unas “bengalas” de color verde y al lanzar otras de color rojo, salieron los soldados de su escondite y subieron a la plaza por el lado poniente, disparando sin previo aviso y sin consideración a una multitud inerme y desarmada, quizá la mitad serían jóvenes estudiantes, pero la otra parte se conformaba de mujeres, niños, adultos mayores, invidentes, y obreros de diferentes sindicatos que también se unían para exigir respeto a sus estatutos y derechos sindicales.


Yo me encontraba casi en el centro de la plaza y corrí al oriente tomando de la mano a la hermana de uno de mis 6 compañeros estudiantes, (yo cursaba el 5o año de la carrera de Ingeniería Química) y con esos amigos formábamos parte de las brigadas, cuya misión era informar en mítines públicos, camiones, fábricas, mercados etc. las causas de la huelga y las peticiones estudiantiles; a los de la Facultad de Química nos correspondía la zona industrial de Vallejo y Tacuba. Les pedí a gritos que tuvieran calma, que seguramente eran balas de goma, era difícil imaginar que nuestro “Heroico” Ejército, formado teóricamente para defender, aún a costa de sus vidas a la población como si se enfrentara a un ejército invasor. Para los soldados, en ese momento esa gente indefensa que pedía justicia, era “el enemigo”, Así los programan, así los aleccionan, a obedecer ciegamente órdenes y sin razonar a acatar explicaciones amañadas de sus superiores. Eran del Batallón Olimpia, tenían la mano izquierda cubierta con un pañuelo blanco para reconocerse entre ellos.


Al percatarme de la sangre que cubría a los caídos, corrí con más empeño, y así llegamos a un foso de más de un metro de profundidad y ahí nos amontonamos quizá unas 30 personas que desconcertadas e inmóviles escuchamos una metralla de aproximadamente 45 minutos. Los balazos sonaban como una inmensa granizada en un techo de lámina, no se distinguía uno de otro. Entre nosotros había heridos desangrándose, entre ellos un niño en brazos de su hermana y un joven con la pierna destrozada. Un oficial del ejército, pasó y ordenó a los soldados suspendieran el fuego, porque “gente nuestra” -dijo, ya estaba cateando los departamentos del edificio. En ese intervalo de unos veinte minutos logré jalar y bajar de la plancha de cemento, a mi amigo Juan Nava García quien en la orilla permanecía inmóvil con una gran mancha de sangre atrás de la cintura, lo trasladaron a un reclusorio del cual salió a los 15 días, posteriormente fuimos compañeros de trabajo en el CCH Sur.


Por las orillas de la plancha escurría la sangre de los muertos y heridos; encima de ellos pasaron tanquetas de guerra con llantas de hule que enfocaron sus cañones hacia el edificio cuyo delito fue servir su tercer piso de tribuna a los oradores de ese último mitin Estudiantil del “68”. En breves minutos y ya casi oscureciendo, empezó de nuevo la metralla, tupida e inmisericorde contra el mismo edificio y contra todo lo que se movía, estoy seguro que entre ellos (soldados, policías, agentes de la judicial y granaderos) hubo muchos muertos. Después de unos 40 minutos de tupida balacera, permitieron que se transportara a los heridos a los puestos de socorro y a las muchas ambulancias que en las orillas de la plaza estaban desde hacía más de dos horas. Los soldados hacinaban los cadáveres en grandes montones, unos 15 en cada uno, espaciados por toda la plaza, después los transportaron en autobuses alquilados anticipadamente, así como a miles de personas cuyo delito fue hacer uso del derecho de asistir a un mitin público, obligados a tirarse al piso, para que pareciera que las unidades viajaban casi vacías, custodiados por soldados.


Para subir a los heridos del foso, algunos colocaron sus espaldas, improvisando “una escalera”, el primero que cargué seguramente pesaba más de 70 Kg, sin embargo el coraje y desesperación aumentan las fuerzas, lo llevé frente a la Iglesia de Tlatelolco donde personal médico militar, atendía a decenas de heridos tirados en el piso. La última persona a quien transporté, fue una mujer muy lastimada del rostro, la oscuridad y la mucha sangre ya coagulada no permitían calcular su edad, con su sangre escribió en el vidrio de la ambulancia de la Cruz Verde: “Rosa Sosa, Soto 37”. Al trasladar a esta persona, me di cuenta que los soldados con bayoneta calada custodiaban filas de personas con las manos en la nuca, conducidas como prisioneros de guerra a los autobuses particulares alquilados, eso me atemorizó, además la ambulancia ya estaba retacada de heridos, así que decidí quedarme en ella.


Llegué al Hospital Rubén Leñero, no alcanzaban las camillas, en brazos llevé a Rosa Sosa a una de las salas abarrotadas de heridos, una enfermera me dio a saber que ya habían fallecido unas 30 personas y que agentes de la Policía Judicial y del Ministerio Público controlaban las entradas y salidas del hospital investigando la presencia de cada uno de los presentes. Al ver tanto movimiento policiaco, seguí auxiliando heridos, y como mis brazos, manos, cara, pelo y camisa estaban cubiertos de sangre y aún de pequeños trozos de los heridos, quizá me consideraban un “paciente” más, y para que no me llamaran a declarar me escurrí al restaurante, el mesero era joven, me infundió confianza y le platiqué mi situación. Me permitió entrar a lavar las manos la cara y la camisa; me prestó una gabardina negra, pude también hablar por teléfono a mi hermana Flor (hoy Florecita), para aminorar la preocupación de la familia, ya que los noticieros de esa fatídica noche estaban pasando escenas de la masacre, del avance de los soldados disparando a la gente y los tanques al edificio Chihuahua, de los muertos y heridos que cubrían el piso de la plaza; imágenes que nunca más se mostraron, quizá unicamente en la revista “Por qué”, la cual publicó escenas de esa ignominia, incluida una fotografía donde se veían miles de zapatos esparcidos por la plaza. Me permitieron pasar la noche lavando trastes en el restaurante y fui acompañado por ese casual amigo al término de su “turno” (8 de la mañana) y en la salida a los judiciales pidiendo identificación, él les dijo que yo era empleado resiente del restaurante, por lo cual no tenía la credencial correspondiente; todas mis identificaciones, incluyendo volantes informativos los había tirado en la plaza.


Al salir del Hospital, tuve la sensación de un “Nuevo Nacimiento”, que llegaba a un mundo nuevo, que salía de un infierno, que despertaba de una truculenta pesadilla. Estaba desorientado en mis rumbos conocidos al grado de tener que pedir indicaciones para llegar a las calles de Victoria, a la casa de mi hermana Flor donde ya estaban mis hermanas Amalia, María y Elena; ya más calmadas por la llamada telefónica que hice al salir del hospital Rubén Leñero.


Al día siguiente traté de llegar a la plaza de la ignominia, estaba acordonada por soldados y judiciales que solamente permitían el paso a los residentes; aún de lejos pude observar a los bomberos limpiando la sangre de la plaza con chorros de agua a presión, obreros reparando las ventanas rotas, limpiando manchas de humo y resanando las huellas de algunas balas de ametralladoras que atravesaron las paredes. Al tercer día fui a Ciudad Universitaria, toda la explanada principal estaba desierta, a lo lejos observé a una persona, me dirigí hacia él y resultó ser Francisco Nava García, hermano de Juan, quien muy preocupado buscaba tener noticia de este porque en ningún centro carcelario ni hospital le daban noticias, se calmó cuando le dije que al término de la balacera Juan estaba vivo, después supe que lo localizó en el Reclusorio de Santa Marta.


Esta cruel experiencia nunca la pude narrar oralmente completa, me invadía la angustia, coraje, rencor, rabia, impotencia. Se me aceleraba el corazón y se me llenaban las pupilas de llanto, se me trababan las palabras y queriendo, nunca la pude concluir.


Por primera vez, después de 43 años lo hice por escrito, antes de que la memoria me traicionase, ahora lo entrego a IMAGINAtta para que me lo publiquen.



Escrito por: Enrique León Díaz Chanona.
Profesor de las materias de Física y Química en el CCH, plantel Sur.

Sección Especial

IMAGINAtta 10 . El 68 y la década de los 60's

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